Hay palabras que, en el papel, suenan hermosas. Protección es una de ellas. Evoca cuidado, amparo, seguridad. Pero cuando se traduce en silencio, en puertas cerradas y en una madre caminando de oficina en oficina sin saber qué le ocurre a su hija, entonces la protección deja de ser promesa y se convierte en herida.
Durante varios días, una adolescente fue sacada del colegio, separada de su familia y llevada a una institución de salud mental. Su madre no sabía a ciencia cierta quién había tomado la decisión, qué diagnóstico tenía su hija, qué medicamentos estaba recibiendo, ni por qué se le impedía acompañarla de manera real. Lo único que abundaba era la incertidumbre y el miedo.
A la madre no se le explicó. No se le notificó oportunamente. No se le integró al proceso. Simplemente se le pidió que esperara. Pero ¿cómo espera una madre cuando no sabe qué están haciendo con su hija?
El Estado tiene la obligación constitucional de protegerlos. Está escrito en la Constitución y en la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño. Pero proteger no significa aislar sin explicar: no es excluir a la familia, no es actuar como si los padres fueran un estorbo.
La protección real se construye con información, con transparencia, con diálogo, escuchando a la familia, no callándola, respetando el debido proceso, no improvisando decisiones que impactan profundamente la vida de un menor.
Para esta familia la deshumanización fue tan dolorosa como el procedimiento mismo. La madre no solo cargó con la angustia por su hija, sino también con el trato frío, indiferente y, en ocasiones, agresivo de funcionarios que parecían olvidar que frente a ellos no había un expediente, sino un ser humano desesperado por respuestas.
Hoy, afortunadamente, después de 16 días ha regresado con su familia. El abrazo por fin llegó. El hogar volvió a respirarse completo. Pero el daño emocional no desaparece con el reencuentro. Quedan las preguntas que aún resuenan sin respuesta:
¿Quién decide separar a un hijo de su madre sin informarle?
¿En qué momento el aparato institucional olvidó que su razón de ser es la dignidad humana?
¿Desde cuándo proteger significa aislar sin explicar?
No se trata de atacar la institucionalidad. Se trata de exigir que funcione como debe. Se trata de recordar que el interés superior del niño no se protege con secretismos ni con trámites ciegos, sino con humanidad, responsabilidad y respeto.
Cuando una madre tiene que interponer tutelas, derechos de petición y denuncias para saber qué pasa con su propia hija, algo está profundamente roto en el sistema. La ley está para proteger, no para traumatizar. Los protocolos están para cuidar, no para destruir la confianza en la institucionalidad.
Aquí hay mucho para aprender y nos deja una lección que no debería olvidarse: el Estado no puede convertirse en un poder exorbitante que decide sin comunicar, que actúa sin escuchar y que interviene sin explicar. Detrás de cada procedimiento hay una familia. Detrás de cada decisión hay un corazón que sufre.
Hoy muchas otras adolescentes pueden seguir atrapadas en el laberinto del silencio institucional. Y mientras eso ocurra, será necesario seguir escribiendo, denunciando y recordando algo elemental:
Proteger nunca puede significar callar.
Proteger nunca puede significar separar sin razón.
Proteger, siempre, debe significar cuidar con humanidad.
¿Está realmente el Estado colombiano garantizando que quienes ocupan cargos tan sensibles como las Comisarías de Familia sean personas idóneas, capacitadas no solo en lo jurídico, sino también en lo humano, para manejar el dolor, la infancia y la dignidad de las familias sin convertir la protección en otra forma de violencia?
Para concluir, en muchas Comisarías de Familia de Colombia, creadas para proteger, aún persiste una cultura del trámite por encima de la explicación. Cuando una madre tiene que suplicar información sobre su propio hijo, algo esencial falla. La protección no puede operar desde el silencio ni desde la exclusión. Proteger es informar, escuchar, respetar y actuar con humanidad humana.